/ Gabriel Salinas
¿Adónde
pertenece una obra? La obra, como tal,
únicamente
pertenece al reino (mundo)
que
se abre por medio de ella. Pues el ser-obra
de
la obra existe y sólo en esa apertura.
(Heidegger, 1992: p 70)
Preludio: desmesura, lenguaje y
autenticidad
En el
acto literario (escritura o lectura) se da una apropiación del lenguaje, de los
mundos que es capaz de evocar y fundar al asumir la forma de una obra[1],
por ello, se trata de un fenómeno que se nutre del misterio y deviene en una
revelación que excede al autor, cuya creación se instala en un horizonte de
apertura vital (ser-en-el-mundo), donde pugna
por definir los contornos de su existencia, frente a la totalidad del lenguaje,
considerando la compleja articulación que guarda con el ser, del que no es su
simple expresión, como dice Heidegger:
“El
lenguaje no es en su esencia la expresión de un organismo ni tampoco la
expresión de un ser vivo. Por eso no lo podemos pensar a partir de su carácter
de signo y tal vez ni siquiera a partir de su carácter de significado. Lenguaje
es advenimiento del ser mismo, que aclara y oculta”. (2000, p. 6)
Entonces
entendemos el lenguaje en un sentido que desborda la noción estática de
expresión del ser, como si se tratara de un reflejo llano, que se proyecta pasivamente
desde una imagen mental hacia el mundo, en cambio, es preciso atender a esa
dinámica irreductiblemente dialéctica del “advenimiento” que es el lenguaje, en
el cual se aclara u oculta el ser, en tanto desafío subyacente para el escritor,
que al proponer una obra, abre mundos (Heidegger) en un plano abierto de
posibilidades, donde se deben poner
límites en el propósito de crear algo idéntico a sí mismo, que diga algo de sí,
o desde sí, de forma autentica. Pero antes, para entender a que nos referimos
con ese “advenimiento del lenguaje”, primero quisiéramos sentar una referencia,
citada por Derrida, en términos de la “inspiración literaria”, como momento
inaugural de la obra, en el que se produce el acercamiento al lenguaje para
crear:
“Para
volver a captar con la mayor proximidad la operación de la imaginación
creadora, hay pues que volverse hacia lo invisible dentro de la libertad
poética… Pues se trata aquí de una salida fuera del mundo, hacia un lugar que
no es ni un no-lugar, ni otro mundo, ni una utopía ni una coartada. Creación de
«un universo que se añade al universo», según una palabra de Focillon que cita
Rousset (p. II), y que no dice, pues, más que el exceso sobre el todo, esa nada
esencial a partir de la cual puede aparecer todo y producirse en el lenguaje, y
sobre la que la voz de M. Blanchot nos recuerda, con la insistencia de la
profundidad, que es la posibilidad misma de la escritura y de la inspiración
literaria en general”. (1989, p. 17)
Se
revela entonces, una tensión implícita al momento de escribir, entre lo que se
quiere decir y lo que se puede decir, que señalaba muy bien, Julia Kristeva, en
sus volúmenes sobre semiótica (1978). Entendiendo que “lo que se puede decir”,
no refiere a una fuerza simplemente restrictiva, sino a la vez, a un poder
desmesuradamente liberador, ese que “aclara y oculta” al ser, es así que
Merleau-Ponty escribía “Mis palabras me sorprenden a mí mismo y me enseñan mi
pensamiento” (citado por Derrida 1989, p. 21). Pero esto no significa que la
relación entre el lenguaje y el escritor sea de subordinación, la apelación al
lenguaje para crear, como ya señalamos se trata de una abierta disyunción de
posibilidades, y precisamente ahí se encuentra el rol decisivo del autor, que en
el proceso creativo, pugna consigo mismo, por el dominio de ese caudal
desbordante en el advenimiento del ser que es el lenguaje, para reafirmar la
autenticidad de la obra, frente a la amenaza de enajenación que representa el
“Das Man”[2].
María
Zambrano en su obra “Claros del bosque”, describe este proceso de forma
magistral refiriéndose a la emergencia del ser, que es en resumidas cuentas de lo
que hablamos, el ser-obra heideggeriano:
“Lo
primero en el respirar ha de ser la inspiración, soplo que luego se da en un
suspiro, pues que en cada expiración algo de ese primer aliento recibido
permanece alimentando el fuego sutil que encendió. Y el suspirar parece que
vaya a restituirlo, lavado ya por el fuego mismo que ha sustentado, el fuego
invisible de la vida que aparece ser su sustancia. Una sustancia formada a
partir de la inspiración primera en el inicial respiro, y que inasible encadena
al individuo que nace con el respirar de la vida toda y de su escondido centro”
(p. 24).
Del
mismo modo, la inspiración literaria, nutre al acto creativo con un primer
aliento en la forma del lenguaje, ese que señalaba Derrida apoteósicamente o
Heidegger, con la noción de
“advenimiento del ser”, dotando al proyecto-obra, de un impulso inicial para
fundar en los albores de su condición, una sustancia propia. Entendiendo la
inspiración como signo eidético “ese primer aliento recibido permanece
alimentando el fuego sutil que encendió… el fuego invisible de la vida que
aparece ser su sustancia”, marca un origen existencial, asentado en la
historicidad del autor, en la que se da el primer latido definitivo de la obra
proyectándose a algo más, la vida, iniciando un proceso donde se da una selección
y movilización de toda clase de sentidos, que corresponden a un crecimiento del
ser mismo, estableciendo un tiempo y espacio propios; pero cabe aclarar, que la
inspiración no es una especie de estado místico, como se entiende vulgarmente,
todo lo contrario, se trata de un impulso factico que da lugar a la obra,
pudiendo darse en cualquier momento del proceso creativo, y se plasma en el
gesto extraordinario de emerger poéticamente en el mundo, de presentarse desnudo
y sin forma, y de aflorar sin fragancia ni color; la inspiración involucra en
realidad un tipo de acción por parte del creador, realizada casi a ciegas
(Derrida), pero en perspectiva de algo más, alcanzar esa sustancia de la que
habla Zambrano. Ahí se marca el origen de la obra, cuando ella empieza a vivir
dentro del autor, cuando toma lugar en su mente y cuerpo, y en fin, cuando
pugna por existir independientemente de él, ya no como inspiración, sino como
cosa viva, que respira, para individualizarse. Como sigue Zambrano:
“Y a imagen
e imitación de ese centro de la vida y del ser, el respirar se
acompasa según su propio ritmo, dentro de los innumerables ritmos que forman la
esfera del ser viviente” (p. 25).
Sólo
entonces, cuando esa respiración, el aliento de vida originario que se tornó
latente, suspendiéndose en el éter nebuloso que todavía rodea al artista, la
obra descubre su propio pulso vital, y debe enfrentar la definición de su
autenticidad, ante el embate de esa “«fuerza callada» de esa capacidad que
quiere, es decir, de lo posible” (Heidegger, 2000, p. 2), donde:
“Mas
el ser, obligado a ser individualmente, se quedará en un cierto vacío de una
parte y a riesgo de no poder respirar de otra, entre el lleno excesivo y el
vacío. Y tendrá (el ser-obra) que esforzarse para respirar oprimido por la
demasiada densidad de lo que le rodea, la de su propio sentir, la de su propio
pensamiento, la de su sueño que mana sin cesar envolviéndole” (Zambrano, 1986,
p. 25).
Es
decir, el “advenimiento” y la desmesura,
señalados por Heidegger y Derrida, desde los cuales la obra es arrojada al
mundo, a la vez que le dan vida a la
creación literaria, también la reclaman a las fauces del Das Man, pudiendo
asfixiarla en el desbordamiento de sentidos que comprende el lenguaje, en
tanto, la obra, como algo vivo, que ahora respira por su cuenta, se encuentra
librada de su sustancia originaria, pudiendo dejarse desplazar hasta perder la
autenticidad, que le otorgaba su identidad diferenciada.
“suspira
entonces llamando, invocando un retorno más poderoso aun que el de la primera inspiración,
que atraviese ahora, en el instante mismo, todas las capas en que está envuelto
su escondido arder, que por él se sostienen. Una nueva inspiración que lo
sustente a él, a él mismo y a todo lo que sobre él pesa y se sustenta”
(Zambrano, 1986, p. 25).
Para
concluir, Zambrano señala una operación constitutiva casi paradójica, al
contrario de evadir el embate de la desmesura y el “advenimiento” , ese “lleno
excesivo y el vacío”, se plantea una inmersión frontal en esas fuerzas
amenazantes, “invocando” a una nueva inspiración, ya no la iniciática, sino una
posterior, cuando la obra ya se encuentra viva ocupando un lugar en el mundo, para
buscar algo así como una evocación originaria que se sobreponga al ritmo ya
mecánico de su respiración vital, recuperando esa sustancia proyectada desde el
primer aliento, que la inspiración dio lugar; esto, con el propósito de instalar
la pugna respecto al carácter desbordante del lenguaje y del ser, en el
horizonte del devenir de la obra, pero en los términos de una identidad
dinámica, en movimiento constante entre su origen y el retorno sobre sí misma, reafirmando
los sentidos que sustentan la autenticidad de su voz, al volver a ellos en
ciclos sucesivos, correspondiéndose con el proyecto del ser-escritor en su
historicidad, en tanto “ser en el mundo”. Y así se delinean los límites de una
mismisidad propia al ser-obra, desde la que dialoga con el mundo, al estar
fundada en el lenguaje, propiamente, en una apropiación activa de este.
Entonces
se puede identificar un desplazamiento pendular constante que opera en la obra,
propiamente, al interior de ella, cuando esta toma distancia de sí en su
devenir, donde es apropiada por los lectores que le pueden asignar nuevos
significados sin afectar su autentica mismisidad, que se resguarda en el
retorno sobre sí (sus sentidos propios), incluso pudiendo el escritor
resignificar su propia creación, considerando la historicidad de este último,
que puede alejarse de la inspiración inicial, e incluso rechazar ese impulso
originario, al cual la obra se encuentra anclada, evidenciando la interrogante inscrita
en nuestro epígrafe ¿Adónde pertenece una obra?, a lo que Heidegger responde,
al mundo que abre la obra, entendiendo ese mundo como un espacio para que
habite el ser donde las cosas que lo componen adquieren sentido en su unidad,
que se debe diferenciar del existenciario ser-en-el-mundo; y en este punto
podemos traer la idea que Derrida expresaba, sobre la obra que es un “universo
que se añade a otro universo”, donde vemos al mundo de la obra interactuando
con el ser-en-el-mundo, entendido en términos de que:
“La
existencia humana está sujeta a situaciones, arrojada en el mundo de la vida,
inmersa en la mundanidad del mundo, viviendo un aquí y un ahora, que le permita
alcanzar su plena realización histórica, no en actitudes teóricas, sino en
actividades prácticas, en la
lucha
por realizarse, en someterse a su propia facticidad” (Estrada, 2005, p. 127).
Con
lo que podríamos concluir, que el mundo de la obra, si bien nace de las manos
de un autor, al que le pertenece, también debe negociar su existencia fáctica
con la mundaneidad del ser-en-el-mundo para alcanzar su “realización histórica”.
Examinado
estas cuestiones sobre el acto literario y el lenguaje, y habiendo puesto
énfasis en la polo de la emergencia del
ser-obra, literaria, en este caso; ahora cabe observar su lugar y la
forma en que interactúa, en lo que Heidegger llama “Existentia, que significa
realidad efectiva” o “subsistencia efectiva en la realidad” (Escudero), para lo
cual, quisiéramos ingresar en casos concretos, específicamente el boliviano,
dentro del contexto latinoamericano y mundial, pero esta vez, buscando un
ángulo que dé cuenta de la hegemonía cultural, que permite rastrear la crítica,
por supuesto, en tanto producción literaria, que también se origina en el acto
literario (Derrida).
Tras un proceso hegemónico
Enfocándonos
en las últimas décadas, iniciaremos este derrotero literario abocado a la
crítica, partiendo de un fenómeno literario de alcance continental, para
concluir que su emergencia es sintomática, en relación a las estéticas
transnacionales dominantes actuales, que comparte la narrativa boliviana, por
supuesto, de un modo particular.
En
este sentido, para ir ingresando en los dominios del orden social y cultural de
la “Existentia”, a los cuales nos
condujo el análisis existencial, es importante sumar estas precisiones sobre el
lenguaje:
“Sabemos
que el lenguaje, al nombrar, recorta la experiencia en categorías mentales,
segmenta La realidad mediante nombres y conceptos que delimitan unidades de
sentido y de pensamiento. La experiencia del mundo que verbaliza el lenguaje depende
del orden semántico que moldea esa experiencia en función de un determinado
patrón de inteligibilidad y comunicabilidad de lo real y de lo social. El modo
en que cada sujeto se vive y se piensa esta mediado por el sistema de
representación del lenguaje que articula los procesos de subjetividad a través
de formas culturales y de relaciones sociales” (Richard 1996, p. 734).
Es
decir la desmesura del lenguaje, materia prima de la literatura, debe
entenderse también en términos, históricos, culturales y sociales, como veremos
a continuación.
Ironizando
sobre a la tradición literaria latinoamericana del siglo XX, el prólogo de la
emblemática antología “McOndo” (Grijalbo Mondadori, 1996) declara en uno de sus párrafos más resonantes:
“Si hace unos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el lápiz
o la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir
entre Windows 95 o Macintosh”. Con este enunciado cargado de una provocativa
retórica, se desdeña en conjunto la espiral del compromiso social
que alimentó las letras inscritas en los diferentes proyectos regionales de la
modernidad latinoamericana, llegando hasta el fenómeno del Boom, a partir de los
60´s; este último, abanderado por la
marcada politización de sus actores, en su apoyo a la revolución cubana, de ahí
la referencia a la “carabina”.
Editado
por Alberto Fuguet y Sergio Gómez en la segunda mitad de los 90´s, “McOndo” puede
leerse como una referencia clave, aunque parcial, para captar el espíritu de la
narrativa regional del siglo XXI en Latinoamérica, al tratarse de un proyecto
de visibilización de nuevas estéticas ubicadas en lo que ellos llaman "una
nueva generación literaria que es post-todo: post-modernismo, post-yuppie,
postcomunismo, post-babyboom, post-capa de ozono"; se ve, por el sello de
la ironía ya recurrente, reforzando el “post-todo”, que se trata de caracterizar
una nueva ola estética en la narrativa, desmarcada de ciertas representaciones
concebidas como “canónicas” en la
tradición literaria latinoamericana del siglo XX, señalan: “El verdadero afán de McOndo fue armar una
red, ver si teníamos pares y comprobar que no estábamos tan solos en ésto. Lo
otro era tratar de ayudar a promocionar y dar a conocer a voces perdidas no por
antiguas o pasadas de moda, sino justamente por no responder a los cánones
establecidos y legitimados”.
De
este modo, las reacciones frente a los cánones y por lo tanto, a las
tradiciones que estos encumbran, se pueden inscribir de forma interesante y
productiva para el análisis, en los términos de lo que Raymond Williams
denomina la dinámica de una hegemonía cultural, en tanto “cuerpo de prácticas y
expectativas en relación con la totalidad de la vida: nuestros sentidos y dosis
de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos y de
nuestro mundo”(2000, p. 131), mismas que, siguiendo al crítico británico, se
moldean en el marco de las relaciones de poder activas en el proceso histórico
y social (2000), pero que “no se da de modo pasivo como una forma de dominación…
(Y) Debe ser continuamente renovada, recreada, definida y modificada. Así
mismo, es continuamente resistida, limitada, alterada, desafiada por presiones
que de ningún modo le son propias”(2000, p.134) ; en este sentido, se pueden
ubicar las voces reunidas en el ejemplo “McOndo”, como expresiones que actúan
en una hegemonía cultural, que se eleva como telón de fondo, de los fenómenos
de producción y consumo literario que manan desde Latinoamérica a finales del
XX, y del mismo modo, se puede realizar un acercamiento a la literatura
boliviana, a ser analizada desde la óptica propia a la crítica, entendida como
institución activa en una hegemonía, cuya acción, es socializar una visión de
la tradición literaria.
Sin
embargo, como escribe el crítico colombiano Pineda Botero en su artículo
“Tradición o canon: hacia una historia posible de la literatura”, ambos conceptos “canon” y “tradición”
resultan problemáticos, entre otras cosas, porque entre estas categorías recurrentes
en los estudios críticos de literatura, se encierra una relación compleja, en
la que muchas veces una se puede sobreponer a la otra en los análisis, por lo
cual es importante aclarar que todo canon se sustenta en una tradición, como un
polo central y dominante de esta, pero que no necesariamente refleja su
totalidad (2009), eclipsando la complejidad de su entramado en coexistencia con
otras tendencias periféricas a su alrededor, que Pineda Botero señala como un
“abanico de tradiciones”.
Volviendo
a Williams, cabe señalar, que hablar de “tradición”, no refiere a algo
abstracto, como un conjunto antojadizo de representaciones acumuladas en la
historia social, por el contrario, se trata de un complejo entramado de
valores, sentidos e imaginarios, entre otros, respecto a una hegemonía coherente
con un orden particular de las cosas. De este modo el crítico británico
escribe:
“Lo
que debe decirse entonces acerca de toda tradición, en todo sentido, es que
constituye un aspecto de la organización social y contemporánea del interés de
la dominación de una clase especifica. Es una versión del pasado que es
pretende conectar con el presente y ratificar. En la práctica, lo que ofrece la
tradición es un sentido de predispuesta continuidad” (Williams, 2000, p. 138).
Siguiendo
esta idea, se puede afirmar que “la nueva generación”, esa de “McOndo”,
pretendía una ruptura no sólo respecto al canon, sino también a la tradición
literaria latinoamericana, es decir con ese “sentido de predispuesta
continuidad” respecto al pasado, pero como reflexiona Pineda Botero, no se
puede hablar de una “tradición” univoca en la historia de las letras regionales,
sino de “un amplio abanico de tradiciones”
que coexisten en un mismo espacio, lo que no le resta funcionalidad al concepto
de Williams, interpretándolo como abarcador de esa multiplicidad, ya que de
otro modo ninguna “tradición” encontraría el sustento unificador de justificar
un orden dominante de sentidos y representaciones sociales, que se verifica al
observar su rol “conservador” en el proceso cultural al socializar y ratificar,
expresiones del pasado, actualizándolas en el presente (2000); en este sentido,
la categoría de “tradición”, es un concepto que requiere desentrañarse en el
análisis de una hegemonía, para distinguirlo de otros elementos con los que interactúa.
Por una parte, podrían identificarse algunas de las estelas literarias
“periféricas” al canon, pero que integran parte del proceso hegemónico, como lo
que el padre de los estudios culturales, llama “formaciones”, al identificar
tres elementos en la socialización de toda hegemonía, las tradiciones, las instituciones
y las formaciones. Escribe:
“Es
cierto que una tradición selectiva pueda decirse que depende de instituciones…
no obstante, nunca se trata de una mera cuestión de instituciones formalmente
identificables. Es así mismo una cuestión de formaciones: los movimientos y
tendencias efectivos, en la vida intelectual y artística, que tienen una
influencia significativa y a veces decisiva el proceso activo de una cultura” (Williams,
200, p. 138)
Al
respecto, Edmundo Paz Soldán, escritor que representó a Bolivia en la polémica
antología de Fuguet, si acaso eso era posible, se refirió a esta en los
siguientes términos, a una década de su publicación:
“Los
escritores de McOndo combatieron el estereotipo de América Latina como un
continente realista mágico -el
bucólico espacio rural donde lo exótico es cotidiano- con otro estereotipo:
América Latina como un continente urbano, de centros comerciales repletos de
jóvenes alienados por la cultura Norteamericana” (Paz, 2004).
Siguiendo
esta puntualización, se puede atender al fenómeno de “McOndo” inscrito mas
bien, en una pugna de tendencias por prevalecer, donde se percibe que la
antología supone un embate vigoroso de las representaciones de un mundo globalizado,
con fuerte predominancia de la vida urbana, la sociedad de consumo y la
influencia cultural del imperialismo norteamericano, que durante los 80´s
campeó en Latinoamérica con la implementación autoritaria del neoliberalismo y
la aceleración del proceso globalizador, reuniendo los elementos para
identificar una “formación”, entendida según los términos de Williams, es
decir, en tanto tendencia emergente en el proceso de la hegemonía cultural, que
en este caso, interpela o desafía la tradición anclada en el localismo y la
problemática regional, desplazándola por otra, como señala la crítica Begoña
Alonso Fernández:
“No
queda en todo caso ninguna duda, la globalización buscada por McOndo pasa por
-y
se queda en- Estados Unidos. De manera general, ya lo había señalado Gonzalo
Navajas al definir la globalización como «una estrategia de conquista del
capital americano de todas las otras formaciones culturales» (Navajas, 2002).
También lo había denunciado
ya
la psicóloga y escritora Centa Reck, quien acusó a los McOndo de ser
«instrumentos
de
la globalización» y compare sus obras con la fast food (comida chatarra)” (2008,
p. 19)
Según
lo descrito, se trata de un influjo dominante a nivel mundial, neoliberalismo y
globalización, con los que parece sintonizar el proyecto de “McOndo”, aclarando,
que sin la necesidad de asentir afirmativamente a estos fenómenos históricos y
sociales (la alineación por ejemplo), los
autores se inscriben en ellos, aceptando el inevitable peso de la realidad, un
estado de cosas, que forzosamente crea nuevas subjetividades y representaciones
sociales, aunque estas se encuentren marcadas por las características que describe el crítico Mauricio Souza como la
propuesta cultural neoliberal:
“Se
dijo en su momento que el neoliberalismo tendía, culturalmente, a instituir
políticas del olvido. Lo soft y lo light se convirtieron en condiciones de un
tipo de circulación cultural que se quería (o se quiere todavía) liberada del
peso de la historia, de la ideología, del territorio, de la localidad. Esa muy
suave levedad de la cultura nos iba a permitir, parece, movernos con rapidez y
llegar a tiempo para hacer la cola de entrada al show de la globalización y sus
dominios” (Souza, 2017, p. 41).
Por
otra parte, ya que lo que nos importa acá es el caso boliviano, resulta notable
y sintomático que Paz Soldán haya participado en la polémica antología, al ser,
en la actualidad, uno de los principales referentes de la narrativa boliviana
del siglo XXI, como escribe, el
cuestionamiento de “la tradición” es central para proyecto el literario
“McOndo”, reafirmando su condición como expresión de una formación/tendencia, encarnada por una “nueva generación de
narradores latinoamericanos que intentaba recuperar lo mejor de la tradición
literaria latinoamericana y a la vez, de manera paradójica, intentaba romper
con esa tradición” (El escritor, McOndo y la tradición, 2004), y en esta
emergencia de nuevas estéticas contrarias a “la tradición”, indica Paz Soldán,
se reafirmó su propia “vena narrativa” caracterizada por la ausencia central
del país, su realidad e historia. Como Paz Soldán rememora en el mismo texto, aun
antes de participar en “McOndo”, la crítica boliviana le reprochaba “que en mis
libros no estaba el país. ¿Dónde estaban los campesinos? ¿Dónde, los mineros?
Se me dijo que yo no sufría, que Bolivia no me dolía” (2004).
Esto
significó para el escritor cochabambino ocupar un rol de aparente “extrañamiento”
respecto a la tradición literaria boliviana, como señala Magela Baudoin, en “Un
río que crece. 60 años en la literatura boliviana 1957-2017”, pero es menester
aclarar que el gesto de distanciamiento respecto a las estéticas dominantes en
la narrativa boliviana del XX, sólo se explica si se habla en términos del
canon, que como se ha explicado eclipsa la coexistencia histórica de otras
formaciones o tendencias estéticas coexistentes. Así, el alejamiento de cierta
tradición, que supone el cuestionamiento de sus expresiones más representativas,
ya se encuentra presente en diversas tendencias, de corto o largo alcance, aun
antes de Paz Soldán, en el proceso histórico boliviano, y que redefinieron el
sentido de “la tradición”, como señala Williams:
“a
un nivel más profundo, el sentido hegemónico de la tradición es siempre el más
activo: un proceso deliberadamente selectivo y conectivo que ofrece una
ratificación cultural e histórica de un orden contemporáneo”. (p. 138)
En
este entendido, podría interpretarse que al ser la tradición algo activo que se
pretende conectar con el presente y ratificarse en él, la tradición literaria
boliviana de la que se distanciaba, por ejemplo, la propuesta de Paz Soldán,
quizá se encontraba en el momento álgido de su pérdida de vigencia hegemónica, a
diferencia de otras formaciones/tendencias “periféricas” respecto al canon, que
por el contrario, podrán ver una fecunda continuidad o recreación en la
actualidad del proceso cultural boliviano.
De
este modo, se podrían señalar algunas características asociadas a las nuevas
letras del siglo XXI, ya presentes en propuestas literarias acaso periféricas,
planteadas a mediados del XX en el país, que Wiethüchter distingue como una producción
literaria diferenciada de la dominante (modernista), en “Hacia una historia
crítica de la literatura en Bolivia” (2003), afirmando que esas estéticas
alternativas poseen un sentido vanguardista y crítico de la tradición, al abordar
el hecho literario de una modo que destaca por su apuesta formal, y al mismo
tiempo permiten explorar nuevas sensaciones sobre temas ya recurrentes en las
letras nacionales, como la ciudad, la ciudadanía, la soledad, la locura, el
amor, la muerte, la intimidad etc..Refiriéndose a obras de autores como,
Leitón, Borda, Mundy o Saenz, entre otros, señala:
“Algunos
caracteres fundamentales que reúnen estas obras, cuya elaboración marca esa
gradual separación que afirma el universo del lenguaje como replica autónoma
crítica y nuevo modo de representación son: la ironía, el aislamiento, la
fragmentación y la imposibilidad de comunicación” (2003, p. 66).
“Caracteres”
o rasgos identificables por ejemplo en la obra de narradores que representan al
momento actual en la “Antología del cuento boliviano” (2016) de la BBB, como vitrina
quizás “canonizante”, de la producción reciente, donde encontramos los cuentos “Gringo”
(2015) de Maximiliano Barrientos, “Aventuras del pequeño niño blasfemo [Primera
comunión]” (2015) de Wilmer Urrelo o “La ola” de Liliana Colanzi (2013), por
citar la obra de algunos autores, que Manuel Vargas Severiche, el antologador,
enmarca en un contexto histórico definido por la globalización:
“Las
escritoras y escritores que producen en el presente han experimentado, en carne
propia o no, la pérdida de los valores y las utopías de los años sesenta, el
crecimiento del narcotráfico, el descrédito de la institucionalidad
democrática, la violencia, la corrupción y la pobreza extrema en la sociedad.
Pero esto ya no solo ocurre en el país: en muchos lugares del mundo parecen
haberse perdido los sentimientos de solidaridad, de cordura, encaminándonos
cada vez más al absurdo, al terror y la destrucción” (2016).
Por
supuesto, la identificación que sugerimos, no puede darse, si no de un modo
parcial, ya que las características referidas por Wiethüchter están presentes
en los autores referidos, cada uno a su manera, delineando dichos rasgos con
sus propias formas y sin inscribirse en todos a la vez, es obvio, pero dejando
una resonancia suficientemente reveladora, para reconocerla, siempre con
distintas intensidades y matices, en el presente.
En
este sentido, plantear esta especie de continuidad o recreación estética, no
puede aplicarse de un modo mecánico, reduccionista o esquemático, por lo que,
citamos un ejemplo, para ver la forma en que puede realizarse esta operación,
consistente en la labor de analizar una hegemonía cultural, sus tradiciones,
instituciones y formaciones, donde encontramos elementos históricos de
comparación, en sintonía con una ruptura en relación al canon. Una
representación magnífica que va encontrar eco en el futuro, se encuentra en el
caso en la narrativa de Sáenz, que señala García Pabón, en Felipe Delgado aun
deja relucir un interés por el sujeto nacional y su problemática (1998, p.
240), tema central para las tradiciones literarias del proyecto de la
modernidad boliviano, especialmente en una de sus facetas, la de orden
nacionalista, que encarna perfectamente Augusto Céspedes.
Pero
en Sáenz, se percibe algo disruptivo respecto al abordaje de lo nacional y la
identidad individual, gracias al sentido paradojal recurrente en la obra,
siendo este un recurso que la atraviesa de forma central y hace parte de su
propuesta narrativa, escribe García Pabón:
“Como
dice Felipe Delgado, el deber de todo boliviano es descifrar el enigma del
boliviano… La identidad del sujeto nacional es, pues, indeterminable, pero no
por ello deja de ser una identidad profunda y verdadera. Y esta indeterminación
es una permanente producción y desplazamiento de sentidos” (P.242)
Esto resulta remarcable, porque esa
indeterminación del ser boliviano, individualizado, fragmentado, donde el
sujeto nacional se plantea como algo difuso, en proyecto, por “descifrar” en un
futuro incierto, y “en una permanente
producción y desplazamiento de sentidos”, permite a los autores bolivianos
posteriores, crear personajes sobre los que fácilmente se puede privilegiar una
identificación con un tipo de “ciudadanía” urbana Latinoamericana, mundial o
globalizada, cosa que no sucede en el caso de Sáenz, pero conforma una
representación recurrente entre los autores del siglo XXI; en algunos casos apelando conscientemente o
inconscientemente a esta suerte de locus de enunciación, no necesariamente,
pero hartamente saenzeano, para modelar libremente las formas propias a la
identidad de los personajes respecto a todo localismo, y renunciando o
rechazando, en algunas ocasiones deliberadamente, la pretensión de reflejar un
matiz regionalista inscrito en algo como un sujeto boliviano, si esto es
posible; de este modo, la literatura boliviana del siglo XXI, muestra por
ejemplo narraciones de largo aliento, como “La toma del manuscrito” (2008) de
Sebastián Antezana, “concebida como una traducción en la que se actualiza una
lengua ajena y, con certeza, no nacional” (González, 2015, p.190); o como sucede también en distintos textos
de Edmundo Paz Soldán, Magela Baudoin o
Maximiliano Barrientos, trabajando con personajes que directamente poco o nada
tienen que ver con lo boliviano, entendido como localización, historia, memoria,
marco/acontecimientos sociales, etc., en las que la narración se desarrolle; y
por el contrario, casi planteando una estética aséptica respecto a los
personajes, que no se adscriben a nada por fuera del mundo globalizado.
No obstante, el análisis no estaría
completo si se dejan de lado las voces literarias, en que a través de gestos de
distintos tipos, entendidos en los términos de Agamben, como jergas, modismos,
visualidades o imaginarios, por ejemplo, que al ser incorporados en ciertas narrativas,
dejan intuir una especie de identidad localizada en el país, pero representativa
de un tipo de fragmentación social abigarrada (Zavaleta Mercado), en la cual,
un reflejo sobre lo “boliviano” resulta indefinible pero a la vez presente,
como sucede en la obra de Sáenz, donde la reconstrucción mimética de determinadas
cotidianeidades urbanas permite reflejar sujetos subalternos producidos por la
urbe paceña; un recurso presente en las letras actuales, como ilustra, por
ejemplo, la recién laureada “Hambre” (2019) de Daniel Averanga Montiel, que
monta unas escenas en las que interactúan tres policías, reflejando por su
forma de hablar y pensar, unos personajes posibles en el imaginario boliviano,
pero que no buscan adscribirse a un
parámetro arquetípico, de actores sociales definidos como “los policías”, “los indígenas”
o “los paceños”; en esta vertiente, resaltan Wilmer Urrelo y Juan Pablo Piñeiro, entre una
gran cantidad de voces que apelan a este recurso. Y que configura un fenómeno literario
sobre el que reflexionan varios críticos, Luis H. Antezana señala en una
entrevista realizada por Mauricio Souza:
“Aquí, creo, es mejor seguir el
consejo de Occam. Es más sencillo entender ese tipo de actitudes desde los
hechos sociales que desde los hechos literarios. Las identidades nacionales
son, en rigor, escasas, priman las identidades de “patria chica”, en permanente
tensión ante lo que se figura como un centro cuestionado, en estos casos, por
su periferia (o, mejor, sus periferias)” (2014).
Coincidiendo con Orihuela, pero esta
vez, es de notar que el autor realiza su valoración sobre la narrativa de
finales del XX, en estos términos:
“esta
reproducción de habla de la periferia, formula un lenguaje altamente creativo y
connotativo que desvirtúa la narración hegemónica, descentrándola y
desplazándola hacia espacios públicos comunes” (2003, p.223) y añade “Esta
nueva narrativa boliviana de corte urbano se formula como la emergencia e
irrupción de un recompuesto actor y ámbito colectivos de expresión y tensión y
como la proyección ficcionalizada de un espacio/ciudad, complejo y
problemático, que superan, por su propia dinámica, adhesiones teóricas
enclaustradas y paralíticas” (p. 225).
Y por
último, Magela Baudoin también escribe al respecto, señalando rasgos comunes a
la narrativa boliviana desde finales de los 80´s, que de paso, pueden relacionarse
aunque no necesariamente estén conectados,
con las estéticas propuestas por las formaciones críticas a la tradición,
identificaba desde mediados del XX:
“A
los rasgos antes mencionados (humor, dislocamiento lingüístico, intimidad,
subjetivismo) habría que sumar el interés de las nuevas escrituras por habitar
territorios urbanos y marginales; por radiografiar el narcotráfico y sus
terminales nerviosas en los distintos estratos de la sociedad boliviana; y la
exploración del cuerpo, desde el erotismo y también desde la violencia. Estamos
ante un corpus de novelas tan rupturistas como distintas entre sí” (2017, p.101)
Nótese,
que la escritora se refiere a obras como “Cantango por dentro” (1986), de Julio
de la Vega, y “Jonás y la ballena rosada”
(1987) de Wolfango Montes; entre otros autores como Manfredo Kempff; Juan de
Recacoechea, o Rene Bascopé Aspiazu. En cuyas estéticas narrativas, encontramos
siempre de modo particular, rasgos que pudimos identificar con la producción
literaria, crítica de la tradición, considerada en los análisis de Wietuchter,
por supuesto, en tonos diferentes, pero al mismo tiempo dejando relucir recurrencias,
acaso inconscientes, que marcaran de modo creciente a la literatura boliviana,
por lo menos desde finales de los 80´s hasta el presente, salvando las claras
diferencias entre los autores y sus contextos históricos, pero siempre reconocibles,
en lo que podríamos llamar una estética hegemónica para el siglo XXI, donde ese
“corpus de novelas tan rupturistas como distintas entre sí”, se extiende hasta la
actualidad, que cabe remarcar, comparten simultáneamente y de modo siempre
parcial, características con lo que Souza llama la propuesta cultural del
neoliberalismo, como una narrativa “liberada del peso de la historia, de la
ideología, del territorio, de la localidad.”, y quien en el texto citado, Souza,
apunta que precisamente no existe mucha diferencia entre la literatura de los
últimos treinta años.
“Cantango
por dentro (1986) sale por la tangente del «realismo boliviano» para reanudar
con la veta más lúdica, crítica y transubstancial en el campo de la novela
moderna” (2008) escribe Marcelo Villena Alvarado en su ensayo “Cantango por
dentro (a ligarse un viaje si se pone a tiro)”, ilustrando a lo que nos
referimos cuando hablamos de la narrativa de finales de los 80´s, en la que es
reconocible también, lo que Javier Sanjinés señala una apertura a un “grotesco
social” con perspectivas contradiscursivas, en ese carácter estético rastreado
por él, desde sus raíces hasta su desarrollo, en el marco temporal que va del
52 a los 80´s, señalando un periodo que llama acertadamente “literatura del
exilio interior" para la literatura boliviana, que va del 1964 a 1978,
según el autor:
"el
menoscabo de la racionalidad comunicativa y la fragmentada capacidad que el
escritor tiene para totalizar su conocimiento de la sociedad. No sólo
fragmentada sino... también distorsionada, (es) por donde ingresa lo grotesco
como visión de la realidad" (1992, p.176).
Cantango por dentro (a
ligarse un viaje si se pone a tiro)
Ese
rasgo estético, que Luis H. Antezana percibe de un modo sugerente, que refuerza
nuestro análisis, en un trabajo de principios de los 90´s, indicando:
“Ese
grotesco tiene dos filos: uno de directo absurdo y sin sentido, como que eco
del acabose del horizonte discursivo anterior; y otro de 'búsqueda', digamos,
donde lo informe de las formas, valga la expresión, puede que -puede que,
reitero- construya o anuncie un renovado horizonte, que todavía no alcanzamos a
comprender” (1993, p. 168).
Lo
que podemos observar son hilos de continuidad, a través de rasgos o caracteres
recurrentes, entre las letras actuales y las de décadas y generaciones del
pasado inmediato, que como señala Antezana, quizás anunciaban, el panorama
contemporáneo. Sin dejar de lado, las posibles relaciones que se pueden
establecer con las tendencias periféricas de mediados del XX, entendidas como
las formaciones, que podríamos decir, encontramos reflejadas en los análisis de
Wiethüchter y Sanjinés y que hemos identificado como críticas a la tradición.
Ahora,
la mayor afinidad presente entre las obras de los últimos treinta años, tiene
un referente histórico en el escenario neoliberal y de álgida globalización que
atraviesa todos los fenómenos de la vida en el periodo que discutimos,
incluyendo el campo literario, donde se instala un trasfondo en el que las
distintas literaturas latinoamericanas e incluso mundiales, reaccionaron, o se desarrollaron
acomodándose al proceso histórico. Es decir, hablamos de una hegemonía
cultural, que rebasa las fronteras bolivianas, que abriga la emergencia de una tradición
de alcances transnacionales, como se refleja en “Entre lo local y lo global. La
narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006)”, editado por Jesús
Montoya Juárez y Ángel Esteban.
En el
caso Argentino, por ejemplo, María Cristina Pons se propone en un ensayo:
“analizar la producción literaria argentina,
especialmente la de los años 90, que acusa o registra esa condición
neoliberal en torno a cuatro grandes rasgos culturales que marcan la época y el
tema: 1) el predominio del mercado sobre el estado; 2) la relación
mercado/producción literaria; 3) el individualismo posesivo, junto a la
fragmentación y atomización de las identidades colectivas, y 4) la alienación y
el desencanto ante las condiciones de vida” . (2009)
Siguiendo estos parámetros, la autora, identifica
una literatura pendiente del mercado editorial de sobremanera, con producciones
muchas veces inscritas en el género de la novela histórica, con un perfil más anecdótico
y hechas para el consumo masivo, mientras que otra, caracterizada por una labor
literaria que se diferencia por tener una veta crítica; la primera se
caracteriza de una parte “como si recordaran el pasado sin realmente
recordarlo, quizá alimentando una política de olvido que favorece el intento
neoliberal de hacernos creer en un presente sin problemas y un futuro
prometedor”, y añade, respecto a las
letras de su país, al iniciar el siglo XXI, escenario en el que aconteció la
crisis económica del 2001, “El sentido de abandono, alienación y aislamiento, y
el de haber quedado librado a las circunstancias, son ecos de un país en el que
el “sálvese quien pueda” y la fragmentación social estaban a la orden del día”,
haciéndose evidente, como los efectos del neoliberalismo, marcaron la
sensibilidad literaria de la época, produciendo representaciones que siguen la
propuesta cultural del neoliberalismo, como señala Cristina Pons, refiriéndose
a las obras y autores más vinculados al mercado editorial; mientras que los
narradores de la corriente crítica, reflejan esos rasgos comunes, en un tono de
distanciamiento, pero igualmente anclado en la misma realidad social.
Frente
a este escenario, quizás podamos adelantar criterios, sobre la constante que
hemos rastreado también en los países vecinos, refiriéndonos al caso de “McOndo”,
y a la experiencia argentina en el auge del modelo neoliberal, casos literarios de alcance latinoamericano y
mundial, que se resolvieron aunque sea parcialmente por una estética, plagada
de espacios comunes que ya identificamos con la ruptura frente a la tradición o
los cánones, el individualismo, la fragmentariedad, la ironía, la cultura del
consumo y el individualismo, entre otros, por una parte, mientras que por otra la
emergencia del neoliberalismo y la acelerada globalización. Y podríamos
atribuir estas persistencias, a las condiciones culturales que definieron la
hegemonía vigente en los periodos referidos, donde, como señala Borón (1999) se
dio una homogeneización cultural de las sociedades, en lo que Hernán Fair caracteriza como una
“etapa” a la cual denomina “El sistema global neoliberal”, escribe:
“denominaremos a esta nueva etapa “sistema global
neoliberal”… Sin embargo, sostenemos que la nueva etapa sólo alcanzará una
expansión hegemónica desde finales de los ochenta y, principalmente, durante
los años noventa… Entendemos
que esta nueva fase de la “globalización neoliberal” ha originado un proceso de
profundas transformaciones que afectan casi a cualquier aspecto de nuestras
vidas” (2008).
Pero
de qué “Homogeneización cultural de las sociedades” se está hablando, cuando
una estética de la dispersión, fragmentación, individualismo, alienación o de representaciones
enajenadas, emerge de ese proceso; pues precisamente de esa, en la que una estética
de la “dislocación”[3] es
su expresión, por llamarla de algún modo, aunque no lo suficientemente
representativo del fenómeno como tal, que excede esa denominación, a la que
deben sumarse evidentemente, otros elementos, empleando “dislocación” como un esencialismo
estratégico, que debe puntualizarse, señala a la vez una explosión de la
diversidad en respuesta a la homogeneización, como al mismo tiempo comprende la
enajenación de toda esa multiplicidad al servicio del poder, estando ambas
representaciones en una pugna irresuelta. En cualquier caso, se trata de una
estética a la que los autores bolivianos mencionados en líneas anteriores se
adscriben, cada uno a su manera, hablamos de Sebastián Antezana, Rodrigo Hasbún, Edmundo Paz Soldán, Liliana Colanzi,
Maximiliano Barrientos, Daniel Averanga Montiel, Juan Pablo Piñeiro, Giovanna
Rivero y Wilmer Urrelo, entre muchos otros que se podría nombrar, como a
Rodrigo Urquiola o Willy Camacho.
Entonces
podemos hablar en el presente, de una nueva tradición vigente en la literatura boliviana,
compartiendo un rasgo estético común en la “dislocación”, que podría encontrar
sus raíces en la producción de hace por lo menos tres décadas, y que es inevitable relacionarla con las
representaciones de algunas formaciones/tendencias periféricas, pertenecientes a las letras del país desde mediados del siglo
XX, por supuesto, siempre, con importantes matices y un tipo de distanciamiento
fundamental, en el que no hemos reparado aun, configurando un fenómeno clave
para complementar nuestro análisis de la literatura actual. Para ello, nos
remitiremos a lo que la crítica boliviana Virginia Aillón (2014), siguiendo a
”Foucault, Rama, Bourdieu y Said”, remarcaba:
“la
literatura conforma un espacio de múltiples poderes, normado no siempre por los
poderes de la palabra. En todo caso los discursos estéticos e ideológicos
parecen ocultar otros poderes que podrían denominarse como la oferta y la
demanda literaria. Ahí se ubican definitivamente el canon y la academia
literarios” (2014, p.66).
Pudiendo
colegirse, que dichos “poderes”,
atraviesan la experiencia de los escritores definiendo la dinámica de su
actuación en el proceso hegemónico. Por lo que resulta importante mirar atrás,
sobre Mundy y Borda, entre otros, y preguntarnos cuales son las condiciones de
visibilización e influencia de la las formaciones/tendencias críticas de
mediados del XX en la hegemonía cultural boliviana de ese periodo. Con este
propósito, es necesario referirse a lo que Williams llama instituciones, en
este caso literarias, aclarando que siguiendo al crítico, las instituciones son
un espacio de socialización formal del proceso hegemónico, tratándose de una
fuerza viva con la cual los individuos se identifican, para sustentar un polo
dominante de representaciones (2000: 138).Es decir, cabe atender a cómo fue la
relación de dichas formaciones, respecto la labor editorial, las
presentaciones, las publicaciones, el actuar de la crítica, las instancias de
reconocimiento, y todo el conjunto espacios propios al mundo de las letras, que
como recuerda Aillón, no son “inocentes”, sino que se encuentra a travesados
por esos “múltiples poderes”, ya que son las instituciones que sustentan la
tradición literaria.
En
este sentido, como reflejan las aproximaciones históricas a la literaria
boliviana, la pugna entre la tradición y las formaciones críticas de mediados
del XX, se desarrolla en términos radicalmente asimétricos, ya que las tendencias
rupturistas fueron relegadas por las instituciones literarias, a lo que se refiere
Wiethüchter, remarcando incluso una especie de censura respecto a las
representaciones planteadas en esas obras desmarcadas de la tradición:
“Las
obras que aquí destacamos no son, en contra de lo que puede pensarse, excepciones
y deben leerse en función las unas a las otras para dar cuenta de una
experiencia social que de una u otra manera las ha censurado” (2003, p.108)
Sin
embargo, como ya explicamos, en la actualidad esa estética cargada de “la
ironía, el aislamiento, la fragmentación y la imposibilidad de comunicación”
que se reconoció en la obra de Saenz,
Leitón, Mundy o Borda, adquiere en el presente, un sentido histórico
referencial, cuyos rasgos guardan similitudes remotas con la producción
contemporánea, recordemos el caso que explicamos sobre Saenz, pero cuya
influencia en la hegemonía cultural, puede ponerse en entredicho, al hablar de la
formulación de una estética dominante para el siglo XXI, que por el contrario,
le debe mucho a la circulación cultural transnacional, producto del “sistema
global neoliberal”, ofreciendo un incremento en la oferta/demanda editorial y
de consumo literario global, habilitado por de vehículos de las comunicaciones,
como el internet, por ejemplo. De ahí, que Souza, declare “huérfanos” a los
escritores y lectores contemporáneos, pero señalando el aspecto positivo de
esta condición, al permitir leer la tradición de una “manera no filial” (2014:
p 108) y adherirse a “paternidades” literarias de otras latitudes sin culpas.
Maximiliano
Barrientos escribe al respecto:
“…la
educación emocional que tuve pasaba por productos foráneos, productos
culturales que también formaron a un escritor argentino, chileno,
norteamericano o español”, añadiendo que para su generación, era importante “desdeñar el regionalismo y el nacionalismo por considerarlas una limitación
autoimpuesta. Luchar contra esta forma de encierro era la única vía para
escribir en el siglo XXI, sin caer en arcaísmos” (2014, p.81).
Esto
refuerza, la idea de que para el siglo XXI, se perfile una estética de “dislocación”,
al reconocer también el distanciamiento de los autores actuales, por lo menos
algunos, respecto a los referentes históricos tradicionales de la literatura
boliviana, como a esas formaciones críticas de mediados del XX, identificadas
en líneas anteriores por su posición debilitada y hasta censurada, pero que
proponían rasgos estéticos reconocibles en el presente, de modo siempre parcial;
y es que la tradición frente a la que se levantaban esas tendencias/formaciones
rupturistas identificadas por Wiethüchter, es la misma, que como vimos, al
parecer perdió su vigencia hegemónica con la instalación del neoliberalismo a
finales de los 80´s, lo que no significa que dejen de asumir nuevos lugares en
el proceso hegemónico cultural contemporáneo.
Por
ello, es importante hacer una acotación central para comprender con cabalidad el
panorama literario que pretendemos delinear, a pesar de la “orfandad” que marca
ese distanciamiento de los autores actuales frente a la narrativa del pasado, con
esa posible “lectura no filial”, es inevitable reconocerlos al mismo tiempo, junto a los lectores contemporáneos, como los
herederos reales de la producción literaria boliviana en su conjunto, en la que
participan necesariamente, así sea en contra; si consideramos que en el proceso
de conformar una nueva tradición dominante actualizada en el siglo XXI, esta
recupera activamente referentes del pasado y les restituye un lugar en el
proceso cultural a través de sus instituciones, nos referimos, por ejemplo, a
la historia de la literatura, o a la crítica, que encuentran, por citar un
caso, en esas piezas disruptivas de los XX, un jugoso objeto de estudio,
actualizándolas en el presente. Esto permite desvelar las complejas interacciones
efectivas entre los elementos que componen una hegemonía cultural, entendida como
la dinámica incesante establecida entre tradiciones, instituciones, formaciones y otros elementos igualmente
activos, que Williams denomina: dominantes, residuales y emergentes:
“En
realidad, todavía debemos hablar de lo dominante y lo efectivo, y en estos
sentidos, de lo hegemónico. Sin embargo, nos encontramos con que también
debemos hablar, y ciertamente con mayor diferenciación en relación con cada una
de ellas, de lo residual y lo emergente, que en cualquier proceso verdadero y
en cualquier momento de este proceso, son significativos tanto en sí mismos
como en lo que revelan sobre las características de lo dominante” (2000: p 144)
Como
vemos, estos elementos informan sobre las “características de lo dominante”,
esa nueva tradición que se perfila para el siglo XXI, y en nuestro análisis,
nos sirven para constatar que una ruptura total con el pasado es imposible, en
un contexto histórico marcado por ciertas relaciones de poder que moldean la
hegemonía cultural, que en la actualidad se desarrollan en una tención irresoluble
entre lo local y lo global, que por otra parte, es un carácter recurrente desde
los albores de la “literatura boliviana”, respecto a la influencia dominante de
occidente en la producción literaria sobre las ex colonias latinoamericanas. Pero
en el presente, las condiciones particulares en las cuales se formula dicha
tensión son muy diferentes, al inscribirse en el “sistema global neoliberal”, donde
lo boliviano representa algo frente a lo que se asume un tipo alejamiento por
parte de una parte de los narradores, ahondando ese sentido de “dislocación”
frente a lo local, como ya dijimos, pero bajo las ultimas puntualizaciones, esta
vez, también se puede observar esa “dislocación” respecto al polo de lo global,
porque las instituciones que sostienen la nueva tradición en la hegemonía cultural
vigente en nuestro país, se encuentran fundamentalmente activas en el marco de
lo boliviano, y si sus alcances trascienden las fronteras, lo hacen desde un
anclaje inevitablemente local, para entablar diálogos con los procesos
culturales transnacionales, donde los autores participan con sus obras, muchas
veces con una marcada sintonía en esa estética que hemos venido a llamar de
“dislocación”, pero de acuerdo a las características efectivas en que cada país
experimenta la configuración de su hegemonía cultural.
[1] Como la entiende Heidegger en “El origen de la obra de arte” respecto al ser-obra de arte, en este caso, literaria.
[2]“En cualquier caso, ha de quedar claro que el «uno o el «se» (el Das Man) se remiten a una modalidad de existencia en la que el Dasein no es completamente dueño de sus actos ni de sus pensamientos en la que de alguna manera es vivido por los demás” 127 .
[3] Lesión o daño que se produce cuando un hueso se sale de su articulación.
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