Crítica: “La poesía es una morada absurda” de Gabriel Salinas, una oda a la Decadencia

/ Isadorian Carolina Blut 


Acuarela original de María Fernanda Sandoval, para ilustrar el libro



“La muerte devora cada cosa con expresión amable”,  resuena la sentencia inicial del poeta.  Con esta frase,  se abre el portal del abismo como oficio. El demoledor, personaje que Arturo Borda  habría inventado en la literatura boliviana hace casi un siglo,  retorna en la obra de Gabriel Salinas  como la destrucción de la obra humana. La negación de la belleza, la armonía y la bondad es la apuesta por una realidad sórdida. Tales conceptos éticos y estéticos que los griegos habrían perseguido en el ideal del arte, se derrumban en “La poesía es una morada absurda”.  


Desde Borda, Saenz, Camargo y Bedregal, una tradición de lo macabro se levanta en la poesía boliviana. El libro de Gabriel Salinas se inscribe en este tramo confesional,  que tiende a ver al poeta como un héroe caído antes que como iniciado. Sin Virgilio de su lado, como un Dante abandonado, Gabriel Salinas, avanza en círculos hasta el infierno. Si la destrucción fuera un juego, la única regla sería “dejarse estar” en el libro. Sabiduría del olvido que se plantea en “La poesía es una morada absurda”, con versos que, desde una construcción de atmósferas emocionales, busca derrumbar la fe.  “Quizás anhelo lo que temo/ perderme en un océano sin cielo”.

La imagen de Cronos devorando a sus hijos se trama en el tejido transversal del libro. El tiempo consumiendo toda  programación feliz de una vida  domesticada, bajo la amenaza de una destrucción gentil, es el único destino. La ópera prima del poeta, compositor y ensayista chuquisaqueño indaga la locura, tras los ajuares civilizados de la belleza y la ética.

Poeta de su tiempo, Salinas tantea el latido de un mundo descompuesto por su moralidad hipócrita y burguesa. “Vacío moral que se despilfarra como la luz y la oscuridad (…) / Deseo del deseo”  El deseo es un terreno estéril; se levanta como un cultivo del exceso. Lejos de producir, va deteriorando los sentidos y los extravía. Esa destrucción que a través de los vicios y adicciones, se aparta de un rol civil, es decir,  de las  obligaciones y deberes morales con el mundo, es la única salida. “Tímido frente al poder de la oscuridad infinita alzo las manos temblorosas, pero no alcanzan a asir el sol de la mañana”.

Ese abismo que el sistema social, moral y cultural expulsa, ni bien se desmantela el tapiz de la felicidad, atraviesa la palabra poética. “La luz penetra tímidamente y se deforma en la distancia hasta morir ahogada por tanta oscuridad en movimiento”, expresa la voz poética. “Nos movemos por un impulso que se afirma en la carencia y que supone aferrarse al vacío, lanzarse a él con entusiasmo, como si estuviéramos frente a un precipicio y el límite estático del suelo resultara insuficiente”.

Caer es un malabarismo que parte de un deseo jamás resuelto. Un fondo sin fondo es la acrobacia del poeta, a quien no le basta el límite físico del suelo para atravesarlo más adentro. La desesperanza se activa como la negación de todo vuelo en el que  “no hay pájaros de fuego en nuestro interior, sólo fuego ardiente que nos consume”.  El semillero de la destrucción  “se aviva con el viento hasta hacer crepitar nuestros cuerpos en un estallido de goce vicioso”. Es entonces cuando la caída lleva la maldición del goce vicioso. Siempre se anhelará más de esta demolición. La sensación de que haber caído jamás será suficiente impera en el libro. Estética de la decadencia, que se aleja de la esperanza de alzar vuelo.  “Flor de aroma moribundo / el día es un juego perdido. / Entre lamentos ahogados,/ una epifanía suicida/ dibuja fantasías de liberación”. Fantasmal como el aroma de una flor, entre la angustia de salvar algo, el día está condenado a su extinción. De la demolición nada nuevo nacerá, por eso, el intento de luz y resplandor poético es un solemne “fracaso cotidiano, expectante, inmisericorde”.  

Así el olvido es la única condición.  El refugio tras la certeza de haber perdido el instante sublime, y de haber entrado en la decadencia. La contracara del romanticismo del siglo XVIII es la demolición.  Desencanto de haber perdido una apuesta contra el destino. El azar de un dios frenético que se olvida de sus criaturas. “Estos son los gloriosos y efímeros momentos que sobreviven a una búsqueda perdida. /Porque bien y mal son uno, como dijo en algún momento un gran filósofo que murió enterrado en mierda”. Tras la poesía no hay nada revelador.

Una sensación de desolación y desamparo es la única revelación del lenguaje. “La poesía es una morada absurda/ Las inútiles acrobacias del lenguaje/ no divierten ya a la audiencia/ que devuelve sincera indiferencia.” Es por eso que los poemas de Salinas son tan sinceros como los de un Leopoldo María Panero. Se alejan de una literatura complaciente y sonora. “Las palabras se filtran como goteras/ y se almacenan hasta que rebalsan en el abismo insondable de la memoria/ La poesía es un esfuerzo absurdo”.  De ahí que el lenguaje sea inútil para nombrar la oscuridad.

Ciertamente la poesía del autor no aspira a una salvación con recetas religiosas o mantras cósmicos. “La paciencia quebrada, hija bastarda del caos, se desploma/ los espejos rotos y su reflejo/ deslizan su terrible destello hiriente/ que mutila el alma y la mirada”. El verso deja en claro de que la fe es hija de un caos indiferente, un espejismo cuyo reflejo sólo consigue herir cada vez más al alma.    La poesía es el absurdo de un tiempo que se come a sus hijos, de un dios ciego que desconoce las obras humanas. “Fértil despilfarro es la demencia que acompaña la dolorosa espera, cataclismo hijo de la naturaleza. ¡Oh poderoso caos, ¿acaso modelas con auténtica belleza, día tras día el acaecer incierto de todo?”. La naturaleza destructora es entonces la incertidumbre del devenir. “Deshabitada eternidad, / 
De sí, no queda salvo un agujero (…) /Tiene que ser en la muerte/ donde sólo habita mi voz, /un consuelo desesperado”.  

El nihilismo del libro es una poesía filosófica que proclama la tarea de la demolición como obra. “Donde empieza todo, justo ahí, en ninguna parte” es el comienzo del libro. La distopía de una historia que empezó mal y que se dirige a la catástrofe, en un futuro inmediato. El nihilismo de la distopía siempre surgió en épocas de crisis. Negación de  los valores oficiales que cuestiona lo que no termina de colmar una vida.  “Los nervios ansían estallar como casquillo de bala asesina/ Ruge la desesperación canina/ gran empresa del desconsuelo./ Un caballo, a galope furioso por las venas, / fustiga al cuerpo con punzadas virulentas”. Apetitos destructores amenazan la calma. La adición a las drogas, al alcohol, o tal vez al sexo desenfrenado con extraños se muestra bajo la alegoría de una fiera que domina la voluntad del cuerpo.  La destrucción jamás se sacia a sí misma y siempre vuelve por más, en la poesía de este libro. “El cuerpo se inunda lentamente en el cielo/ y la maravillosa bestia/ vuela lejos de la marea”. Así  la bestia relincha y pierde los estribos ante el placer.

La felicidad se posa, sin embargo, como un anhelo seductor en una parte del libro. “La idea de la felicidad es algo tan extraño. /Recostada en la superficie del planeta,/ (…) se encuentra frente al universo, volando en la galaxia”.   El amor aparece en la escritura como  una esperanza efímera, frente al atisbo de la locura. De pronto el amor por una mujer se extravía en la lejanía. Sólo queda la adoración a la luna, como la diosa de los locos y desertores. Cambiante astro que como las fases de una enfermedad mental, se torna en la única guía del poeta suicida. Por eso, en el libro hay una oración. “Escucha nuestro susurro crepuscular, esperamos tu bendición para abandonarnos a la locura”.

El abandono es la certeza de que Dios ha muerto. La fe fue el pretexto que las élites utilizaron para oprimir a las masas. Sumido en la orfandad, el poeta mira cómo falsos sistemas de conocimiento se erigieron para dominar al hombre. “Aula escolar, jardín de hospicio, sala de juzgado, pabellón psiquiátrico, cárcel, hogar, mercado, biblioteca o ejército, todos bajo una sistemática forma de dominio (…) En siglos, a sangre y fuego ganamos la palabra” Así el abrigo de toda esperanza es la afirmación de una hipocresía mercantil. Ante lo cual, los milagros son absurdos, a su vez,  o una falsificación, “de acciones divinas”. Solo la mujer es promesa de algo trascendental, que existe más allá, tal vez en los bosques, aunque lejos del alcance del poeta. Sublime y maternal, distrae por momentos al poeta. “Él sabe que ella deberá marcharse, vive muy lejos, casi tan cerca de los bosques que trasforman la luz en vida”.   

La poesía del libro, se encarga de destruir las reglas. Es un juego del azar.  Sostener el mundo es un acto cruel que el poeta debe llevar consigo “de forma irremediable, cual rutinario Sísifo resignado”. Destruir, en cambio, es una labor más heroica. Así lo afirma la certidumbre de que “cada paso deja atrás a los caídos. /Hundirse sin más en la negra tempestad./ Misterio inútil/ fuente que alimenta la locura de todos”.

La renuncia a la utopía es la bienvenida sincera a la oscuridad, pues “la felicidad es una promesa parca”.  De ahí que la soledad venga después de los gritos de la locura, como un estado casi sagrado y más honesto que la fe. “La soledad sutilmente abraza la mirada y descubre la nada develando con franqueza la realidad en que estamos sumergidos”. Después de los gritos de la locura, este cielo pálido e infinito atraviesa el corazón del poeta para llevarlo al silencio.