/ Gabriel Salinas
Aquí puedes oír el disco:
https://www.youtube.com/watch?v=RiXMowt86Oc
El uso del término “telúrico”, es parte de un repertorio de adjetivos cliché, empleados para describir la música andina, y no caeremos en semejante vulgaridad al referirnos a la histórica obra Fiesta de los quechuas, del grupo Khanata, cuya propuesta musical dista de ser simple y “profundamente” telúrica, siendo, por mucho, más identificable con la vitalidad desbordante de las culturas andinas que florecen desde lo profundo extendiéndose hasta los valles bolivianos y sus urbes, como un aliento vaporoso, proferido desde las heladas alturas de los principales Apu Mallkus de la cordillera, en una estela abierta a la inmensidad que se suspende a través del pie de monte, a las llanuras que emergen en el paisaje, en la forma de parcelas generosas, gustosas y coloridas, escenarios bucólicos, habitados por las comunidades indígenas y campesinas del país, donde sus vidas cultivaban un mundo idílico entre rigores materiales y políticos ingratos.
https://www.youtube.com/watch?v=RiXMowt86Oc
El uso del término “telúrico”, es parte de un repertorio de adjetivos cliché, empleados para describir la música andina, y no caeremos en semejante vulgaridad al referirnos a la histórica obra Fiesta de los quechuas, del grupo Khanata, cuya propuesta musical dista de ser simple y “profundamente” telúrica, siendo, por mucho, más identificable con la vitalidad desbordante de las culturas andinas que florecen desde lo profundo extendiéndose hasta los valles bolivianos y sus urbes, como un aliento vaporoso, proferido desde las heladas alturas de los principales Apu Mallkus de la cordillera, en una estela abierta a la inmensidad que se suspende a través del pie de monte, a las llanuras que emergen en el paisaje, en la forma de parcelas generosas, gustosas y coloridas, escenarios bucólicos, habitados por las comunidades indígenas y campesinas del país, donde sus vidas cultivaban un mundo idílico entre rigores materiales y políticos ingratos.
O por lo menos, así nos los figurábamos
en esas décadas ya casi lejanas del 70 y 80 del siglo pasado, a veces tan mentadamente posmodernas, en la
ingenua mirada de la incipiente toma de conciencia masificada de la contemporaneidad
globalizada, que ahora se afianza en este descomunal presente incierto, como siempre
lo fue el presente, siempre presente, incluso en ese 1982, en que salió Fiesta
de los quechuas; y, cuando ese tipo de objetos traídos por la modernidad, los
discos de vinilo, amenazaban con superpoblar el planeta con cosas de plástico,
que luego serian tecnológicamente relegadas a raros coleccionistas nostálgicos,
como yo mismo, y usadas por nostálgicos coleccionistas raros, que adoran lo
relegado tecnológicamente en su delirio por las sutilezas; añorando por ejemplo,
un walkman, como yo mismo lo hago.
Pero cavilando sin control, no
podremos apreciar que las piezas musicales propuestas en este álbum, remitiéndonos
a un “pretendido” sentido estricto y formal, versan entre sampoñadas, tonadas,
huayños, y cuecas, junto a lo desconocido, pero familiar, lo no etiquetado con
un denominativo propio de una forma musical socializada en el lenguaje comun,
sino con una indicación de procedencia espacial, como si se tratará de una
hipálage estética; y esta es la verdadera veta de exquisita belleza sensible que
atesora este trabajo artístico sin parangón, en cuyas recopilaciones de músicas
provenientes de las comunidades, los artistas responsables, rotularon a mano
alzada el significante “fiesta”, en la parte consignada al enlistado de las
canciones inscritas en la caja del disco; “fiesta”, palabra milimétricamente dispuesta
en el sentido de la “vitalidad desbordante” referida, que va de adentro hacia
afuera, dejando de ser telúrica, para caracterizar este valioso artefacto cultural, de nuestras
disquisiciones; que perfectamente se resolverían si apeláramos con soltura al
concepto abarcador de mesomúsica, propuesto por Carlos Vega, en esas mismas décadas
de “modernoso” bullir, entre remesones paradigmáticos…, ya que la obra musical
sobre la que estamos discurriendo, refleja precisamente ese flujo y reflujo
social entre los espacios rurales y urbanos, como aquel producto cultural que
señalaba Vega.
Pero las generalizaciones sólo
empobrecerían el autentico esplendor de estas formas musicales que aún
conservan el pulso de las culturas rurales de la Bolivia profunda, esa, dramáticamente
insurgida en estado plurinacional, que ahora enfrenta aparentemente desvalida,
la histórica pandemia del covid 19, llena de remordimientos.
Entonces la imaginaria forma “fiesta”
es nuestra puerta, de principio abstracta, para empezar a concebir lo que la
etnomusicóloga polaca Anna Gruszczyńska-Ziółkowska llamó el tono o taqui, al referirse a las músicas particulares e
indeterminadas, que procedían de las vivas raíces nativas, orgánico-sociales, propias
de nuestro espacio geográfico; y que se corresponden a lo que Cayo Salamanca, director
y fundador de Khanata, cuyo puño y letra redactaron, en otra parte de la caja del
vinilo, que su contenido guarda la música reconocida por sus propios
interpretes como “Cultura popular khanata”, a razón de descargo indeleble y etnografico, de principio concreto.
Entonces por fin “fiesta”, en lo que a nosotros nos concierne, y a efectos de
un “esencialismo estratégico”, es la forma del sonido que emana de este álbum musical,
Fiesta de los quechuas, así sencillo, como su nombre lo indica; a pesar del
complejo recorrido que supuso verificar su autenticidad, condición fundamental
para erigirse como obra de arte plena, que atañe a la memoria universal del
hombre, con las sensaciones únicas que le son propias; esos juegos melódicos de
vientos vibrantes que fluyen de los aerófonos andinos, entremezclados con
pericia, y dispuestos en un orden sucesivo y programático de corte dramático,
para marcar un énfasis en las unidades musicales sintácticas fundamentales, formulando
una sensación sonora que se observa a una toma de distancia, como una unidad sintáctica
mayor, abarcadora y compleja, cuyas figuras caprichosas sólo responden a los
apetitos estéticos más exquisitos de sus creadores; figuras acaso similares a
las de las piezas para cuerdas de registros agudos que caracterizan la parte
final de la forma “fiesta”, con la introducción de cantos, silbidos y zapateos,
cerrando la suite de este modo, si pensamos en las estructuras musicales de la
tradición occidental.
Pero, a efectos de decantar nuestro
discurso, las piezas del álbum con formas musicales reconocibles en el acervo
cultural de la región, pueden inferirse opuestas a lo que encontramos como
desconocido, es decir a la “fiesta” que caracterizamos en su inefabilidad; pero
esto es un error de apreciación, debemos repensar mejor esta disyunción si hay
que ser serios, y reconocer que las formas son sólo esquemas mentales, que en
la práctica gozan de gran fluidez y dinamismo, es así, que me animo a plantear,
que las otras canciones formalmente tentativas, lo son en la medida de la
afectación, que supone su proximidad real con la “fiesta”, como es constatable
en la escucha atenta del disco, con sus diminutos crujidos acanalados que
repercuten en la lectura del oscuro y reluciente vinilo, recorrido
pacientemente por la aguja del equipo.
Y si bien este registro musical es
único por muchas razones, no lo es, desde un perfil más desencantado de la historia
musical boliviana, que lo podría omitir, pero en ese caso lanzo la pregunta: ¿es
posible dejar ese vacío?