/ Gabriel Salinas
Frontispicio del poemario |
Un espectro informe y delicadamente
esfumado, de un inequívoco tono rojo escarlata y no carmesí, se desprende en una placida humareda
melodiosa, que nace del costado abierto de la nueva obra de Micaela Mendoza
“Sahumerium”; cómo se experimenta esta diferencia, porqué a no es b, según los
filósofos, porque la identidad se corresponde con lo único que excede a lo
común, y así es como Mendoza, se infiere en una voz de mujer orgullosa,
irreverente, lúdica y vitalista, en el hondo sentido nitzscheano del término,
porque su figura se yergue a voluntad casi, todo poderosa, en el rastro sosegado
de sus palabras, el tacto etéreo de sus metáforas y el gusto generoso de sus imágenes;
con las que inquiere como quiere, señas apolíneas y dionisiacas, manifestando “Donde existió el fuego hubo
frotación” o “Milito desde la Rojes”, frases
respectivamente opuestas, es decir, que dejan entrever el principio apolíneo del
yo que milita idéntico a sí mismo, y el yo dionisiaco y por lo tanto escindido,
en la necesidad de que dos cuerpos se froten para dar lugar al fuego, como suma
ardiente de todas las posibilidades, donde “Nació el sexo…/ Cada gemido albergó
una chispa ígnea /cada clímax el incendio de la Creación ”, exclama Micaela,
mientras que la individuación apolínea del yo solido e inmutable arremete con
desparpajo, que la lealtad orgánica de la militancia femenina y progresista se
apresta autoafirmativamente, a declarar al otro “Este es mi desborde: ¡Quémate
o extínguelo!”, en franca apropiación del fuego común de la creación, que ahora
marca cual ritual de paso, un estás conmigo o en contra, mientras, esta flama
encendida se posa elegantemente como una majestuosa totalidad frente a su acaso,
insignificante, interlocutor; cimentada en su différance derridiana, cual uruboros,
principio y fin, alfa y omega, “creación” y “extinción”, en el fuego que es una
y todos, a la vez, siempre en ella misma, en el candor de los versos que la
poeta dispara en tan sólo, los dos primeros poemas, de su última producción
literaria.
Pero la individualidad del exceso y
la subversión, es decir de lo que es propio e impropio, no permanecerán
aisladas, sino que se fundirán en un giro dialectico claramente apreciable en
las líneas que articulan la cuarta pieza lírica, consignada a Le Mat “el loco”
de la baraja, símbolo arcano y autoreflexivo que cuestiona la dicotomía harto antojadiza
de lo normal y anormal, destacando los impulsos desenfrenados de “aquella
atrevida que desbordó la línea punteada / y saltó por la tangente tras la
muralla de contención”, como espíritu autentico y empático, es decir extensivo
a todo ser que cuestione la centralidad estructurante y homogeneizadora de la
razón, que impone límites cursimente impolutos, a los cuales, Micaela amenaza
con la singularidad de una Hypatia “pionera
en ir contracorriente / retando a los clanes de falsos parsifales”, es decir,
confrontando los efectos de la memoria con los afectos de la inferencia, humanizando
la razón, haciéndola instrumento de la identificación, revelando lo único que
excede a lo común en una figura compleja, de resolución pendiente, en un “cuerpo”
que es a la vez “amuleto. Caparazón”, construyendo una hipálage con dos
sustantivos, enfatizando la ambigüedad, del ser o no ser, como medida de la
autenticidad irremediable y desenfadada de toda ella.
Y es que, sin abandonar una postura
afirmativa de su mismidad, se regodea en su perspicacia musical, “Encendiendo
fósforos tras las rendijas de mis paringos / Escondiendo las cerillas entre las
fauces de mis vestidos”, luciendo la irreverencia con que administra el fuego,
portal de la creación, que atraviesa desprevenida, mientras juega a la rayuela “de
la sátira al credo”, en un gesto como lo entiende Agamben, que es un medio sin
fin, y por ello una apertura discursiva que privilegia lo ético a lo estético,
como de algún modo también lo es la pequeña oda al Misoprostol que forma parte
de este volumen.
Porque Micaela sólo se prosterna ante
si misma, como lo representa en la escena inicial de su poema La Orden Draconiana, donde interpela al dragón
de todas la mitologías orientales y occidentales, como el verdadero portador
del fuego a voluntad, y como ella misma se presenta en las líneas que citamos
previamente, reafirmando la estirpe orgullosa de su identidad femenina, casi
metahistórica.
Pero el orgullo de la poeta no está
librado de humildad, al contrario, reconociendo en uno de sus versos a la mujer
“que coleccionaba relámpagos; / como cortes en el cuerpo. / Un quehacer
mutilatorio / para ahuyentar las incrustaciones / que por hechicera le clavaron”,
alegorizando la delicada relación del cuerpo femenino que aun, en la intimidad
se desapropia de los otros, para enaltecer su singularidad. O como cuando
admite que debe “Vociferar / para no ser alienada”, para no sucumbir a lo común
y serializado que pretende el sistema dominante, al que se enfrenta alzando la
voz de la resistencia con la bandera de la diferencia, en el “Ruido en el
forcejeo / d i s O n a n C i A / del malestar que se vuelve tabú”, porque la
disputa hegemónica en la que se suscribe, se da en un marco de relaciones
desiguales, que satanizan la subversión de los cuerpos dadores de fuego, cosa
que la poeta admite sin reparos y con profunda sabiduría en táctica y
estrategia, concluye por fin, fustigando que “El sonido será testigo / del barro que se
pisó / 500 años atrás”, avizorando que sólo el humilde eco los estertores
luchadores, será el testigo de la redención.
Por eso las caprichosas líneas de
humo escarlata y no carmesí, que se expanden desde el costado abierto de la obra
de Mendoza, son de de ese tono particular diferente al otro, en la forma como
los neófitos confunden su presencia única, es decir que no se puede remitir a
dos referentes, así sean equivalentes, sino, a la autentica diferencia en
proceso constante de constituirse desde lo particular, que en la voz de
Micaela, es un canto poderoso de lucha sin igual.