Reseña: El visceral grito de Isadorian en "El martillo de las brujas"

/ Gabriel Salinas



Composición de la artista Aldair Indra para ilustrar el álbum de Isadorian




“El martillo de las brujas” es un álbum de rock boliviano con una sobresaliente impronta de sofisticación por donde se lo miré; sea por sus ingredientes delicados como Huevos de Fabergé, los cantos de sirenas, el piano audaz y enigmático, los sintetizadores envolventes, las guitarras lascivas y las baterías inquietantes; o por su identidad poética plasmada en una atmósfera heterogénea alimentada por la tradición occidental y la intima subversión femenina contemporánea, casi sin parangón en la música boliviana, pero al mismo tiempo de escucha llana, en su vibrante molécula de memoria de mujer culta presente de modo horizontal a toda la obra de Isadorian.

Quizás “El martillo de las brujas” de Isadorian, suena tan sofisticado desde el inicio, porque nos empieza a hablar al inconsciente, con una seña fonológica, el nombre de ella misma, Isadorian, remite de algún modo a una joven Isadora Duncan, cuya imagen vintage en el disco duro de la memoria se antoja en románticos tonos blanco y negro granulados, remitiendo con fuerza al eco de una tradición cultivada que no tiene precio, ni principio y menos final, pero que se encuentra latente en cada segundo vibrante, giro desorbitado del CD, o transmisión ardiente de bits de computadora, que reproducen la música de Isadorian; con su sonido distintivo, por un uso del piano, harto influenciado en sus arreglos cromáticos y armónicos,  por los grandes maestros Wagner, Rachmáninov, o Moszkowski,  ese mundo que ambas artistas compartieron desde niñas sin saberlo, y me animo a decir, del que muchos participaron y participan, dejando elocuentes rastros en la sensibilidad , como ilustra Isadorian en una de sus canciones Leviatán, diciendo “Sólo con dolor se llega a la lucidez, Navegándote hasta el fondo encontré la luz”, en una clara alegoría al romántico virtuosismo decimonónico, perceptibles entre grandes figuras tan inalcanzables como el maestro Tchaicovsky y el alumno Rachmáninov, por citar un ejemplo, y es que hay algo del Concierto para piano y orquesta N°1 del legendario compositor abatido con su homosexualidad reprimida, en el ahora devenido en Concierto para piano y orquesta N° 5 del autor de las Campanas de Moscú , basado en las partituras originales de su segunda sinfonía, que guardan algo de ese esplendoroso haz de luz rutilante y desenfadado  que iluminaba los escenarios de finales del siglo y principios del XX, donde poco después, Duncan dejará su marca indeleble, pero siempre bajo el aliento de esa nebulosa cultural, que se va desarrollando vertiginosamente, hasta llegar a exponentes tan disimiles en el presente, como una histérica Lacrimosa o un solemne Henryk Górecki, en los que seguimos chistando  micras destellantes que en su espectro relucen aun, los ecos de pasajes consagrados a los maestros de maestros de la música occidental.

Del mismo modo nuestra Isadorian, logró algo con una tenacidad deslumbrante, haciendo con Jolene, lo que Diamanda Galas hiciera con Gloomy Sunday, una versión más oscura, más profunda,  poderosa y desgarradora, ingresándola en esa tempestuosa corriente cultural de la música humana contemporánea de los melancólicos tonos menores, donde Lacuna Coil o Evanescence se dan la mano con Witold Lutosławski y coinciden en su conversación, en que aprecian la frenética Rapsodia sobre un tema de Paganini, y la caprichosa pero lírica Bohemian raphsody. Proponiendo una nueva estética en el imaginario que abarque ambos referentes culturales, y que se pueden apreciar en una de las composiciones más potentes del disco la consagrada nuevamente a “Leviatán”, metáfora retadora con la que Isadorian emprende un duelo palpitante, para el que escribe “Es un desahogo y es a la vez un canto al mar, donde las heridas se lavan y el corazón sana”, donde arremete con  el piano en un guiño a Rimsky Korsakov, para ilustrar la vertiginosa tensión armónica de la disputa que Isadorian sostiene con  “Leviatán”, hasta vencerlo con una estocada mortal de fuego ardiente, según se deja volar la imaginación, inspirada en una guitarra que grita con un potente Wah de distorsión valvular, el esgrimir de las armas en conflicto, hasta escuchar la nota resolutoria de la modulación tonal con que concluye el solo, y esa inequívoca sensación de succión que profesa el efecto de guitarra referido, figurando la penetración fatal de una espada que literalmente  corta al silencio posterior, poniendo fin a la violencia desatada.

Y es que una mujer luchadora se describe en las imágenes poéticas que emanan del Martillo de las brujas, cuyo nombre se debe al el infame tratado de brujería Malleus Maleficarum de finales de la baja edad media, y entendiendo esto, todo cuaja, y nos permite figurarnos a Isadorian como parte del infinito movimiento feminista contemporáneo, con todas sus reivindicaciones de lucha, así como el paso de los arpegios menores y el lirismo del primer verso de “Viceral”, a los potentes acordes abiertos en el break que sucede al solo de la guitarra, representan una voz que son muchas voces, llevándonos a la cadencia final entre elevados ataques vocales contraltos, que Isadorian profiere sobre sus propias cuerdas vocales, con las que grita “Junto a ti nunca supe que es real”, en tono de reproche a un agresor imaginario, como escribe la compositora paceña “Visceral es la historia de una víctima que se defiende de su depredador. Hay mujeres que han tenido que matar a sus agresores para salir con vida”, y el álbum estalla en otras esferas más, estéticas, y políticas, es una pieza para quedar maravillado por el diálogo incisivo que se da en la tradición de temas tan candentes.

Para escuchar su música, visita su canal oficial en Youtube:
https://www.youtube.com/channel/UCHb18RSixAhvRdiVcla38aw